Por JOSÉ LUIS BALBÍN.

Se entiende la lucha radical por las libertades y la justicia social, con frecuencia mermadas. No se entiende en cambio, que en el tercer milenio de nuestra era, partidos políticos que se dicen progresistas se unan a manifestaciones de reivindicaciones medievales cuya verdad ni siquiera se compadece con la historia y que van a contrapelo de la civilización occidental”.

Los nacionalistas radicales tienen razón: no los entendemos. “No los entienden”, dicen. Con motivo, con más o menos motivo: una cosa es entender algo o a alguien, y otra muy diferente, asumir sus planteamientos. Por cierto, a las actuales controversias nacionalistas, añado lo de radicales porque en cuanto a nacionalistas, a los asturianos no nos puede ganar nadie  –si acaso, empatar-,  como hemos demostrado repetidamente a lo largo de la historia.

Pero el verdadero nacionalismo –telúrico, cultural, costumbrista-, no debe ser el regreso al feudalismo por la ambición y/o la visceralidad incontinente de unos pocos.

Esto del estado de las autonomías –palabra cacofónica donde la haya- surgió de pretender relacionar democracia y nacionalismos radicales, confusión que provenía de aguantar la dictadura, pese a los precedentes que hubieran permitido evitar el equívoco. Como si las autonomías fueran imprescindibles para el establecimiento de las democracias, incluso avanzadísimas y como si no pudiese haber autonomías nada democráticas. Puesto que hablar del sistema federal era mentar la bicha, hemos dado en esto: unas autonomías mucho más autónomas que la mayor parte de los estados federados en el mundo occidental, con líderes incontinentes como muchos nos temíamos, y a quienes ha hecho la boca un fraile, como era de esperar.

Nada resulta sorprendente. Lo que sorprende es que algunos se sorprendan. El nacionalismo radical es por principio siempre –bueno, casi siempre- independentista. Un partido nacionalista nunca se dará por satisfecho ante cualquier concesión que se le haga, porque perdería su razón de existir. Si cumplidos sus fines, consiguiese alcanzar la independencia, tendría que disolverse. ¿Alguien lo cree? ¿Quién garantiza además a los ciudadanos de ese nuevo territorio independiente que serán gobernados democráticamente? La experiencia augura más bien lo contrario. Hay no nacionalistas que se inclinan por conceder independencias cuanto antes, para sacarse de encima el problema. No me extraña que eso sea lo que les pide el cuerpo. Pero ¿qué pasaría entonces con los conciudadanos de los radicales que no estuvieran por la labor? ¿Se convertirían en aún más víctimas de lo que ahora lo son? ¿Habría que hacer referéndums intermitentes, y en qué ámbito, para ver si los votantes volvían a cambiar de opinión? Eso, sin hacer balance material del debe y el haber históricos de unas y otras partes.

Se entiende la lucha radical por las libertades y la justicia social, con frecuencia mermadas. No se entiende, en cambio, que en el tercer milenio de nuestra era, partidos políticos que se dicen progresistas y que han derramado sangre por la internacionalización y la igualdad de los derechos humanos, se unan a manifestaciones de reivindicaciones medievales cuya verdad ni siquiera se compadece con la historia y que van a contrapelo de la civilización occidental. Su generosa trayectoria va camino de disolverse en la pequeña política de parcelas de poder cotidiano y miserable.

Todavía hay algunos que creen en la eficacia de ciertas concesiones. Cada concesión sólo ha venido sirviendo para provocar nuevas ambiciones. Parece como si no aprendiéramos de repetitivas y trágicas parcelas de nuestro pasado, siempre pensando, como nuestros ancestros, que ahora no volverá a ocurrir. ¿Estaremos obligados los españoles a sufrir el suplicio de Tántalo? Todo un imperio se multiplicó en taifas y ya se sabe cómo acabó. ¿Qué parece exagerada la comparación? También a nuestros antepasados antes de que ocurriera lo que ocurrió.

Tengamos paciencia, que todo acabará mal.