Por JOSÉ LUIS BALBÍN.  

“Lo que mejor tiene la generosidad, dicen los que saben de eso, es que el más gratificado es uno mismo».

Hay forofos de las fiestas navideñas, hay quienes las detestan. Supongo que la inclinación de cada cual depende de cómo puede disfrutar o padecer esos días. Quienes cuentan con una familia y allegados en armonía-que no todos, ni mucho menos- parecen bastante felices, quienes carecen de ellos o están distanciados, entran en melancolía en vez de disfrutar.

Unos terceros, me temo que la mayor parte, pasan por estas fiestas supuestamente tiernas como quien va inconscientemente a la guerra, comprando a destajo lo que pueden y lo que no pueden, comiendo hasta la indigestión aquí y allá con amigos de sólo unos días, juergueando –creen ellos- sin parar, o sea, como en diversión obligatoria que nada tiene que ver con el espíritu que reflejan las postales, pues hasta las postales y los regalos (a ver quién demuestra que es más opulento) han dejado de ser devoción para convertirse en obligación. Por ello, a poco que uno se descuide, la Navidad se convierte en un maratón no de días, sino de semanas, de algo más de un mes, desde que empiezan a resonar canciones a todo volumen, más propio de discotecas, que también, y a ser arrollado por clientes más que por pacíficos ciudadanos.

Me encuentro entre los que disfrutan de la Navidad, aunque de manera calmosa y sosegada. Para mí siguen siendo fiestas tranquilas de familia y amigos, entreveradas de alguna pequeñísima escapada cuando puedo, lejos del mundanal ruido. Son fechas que se prestan a hacer balance y reflexión. Adecuadamente desarrollados, se traducen en mejoría de ánimo y toma de impulso reconfortante.

Hay algo, sobre todo, en estos días que van desde la tercera decena de diciembre a la segunda de enero que me llama siempre la atención: lo buenos que podemos sentirnos sin que sea una bondad cierta. Es como si todos o casi todos se volviesen de repente buenos por decreto. El resto del año la bondad está como pasada de moda; tanto, que algunos que son habitualmente bondadosos procuran disimularlo, no ya por virtud, sino para evitar que otros les crean ridículos. En estas fechas, sin embargo, la bondad recomendable parece tornarse obligatoria. Es por lo que suena a falsa, a superficial.

Si acaso alguno se siente de verdad más generoso y comprensivo con sus semejantes estos días, son muchos los sabios que les recomendarían permanecer en tal estado nirvánico el resto del año. Lo mejor que tiene la generosidad, dicen los que saben de eso, es que el más gratificado es uno mismo. Por el contrario, los supuestamente listos que actúan en sociedad a codazos, como en una competición no precisamente de aficionados, lo pasan fatal, aunque ellos no sepan cómo superar el mono de sentirse fuertes.

No es agradable verse informativa y moralmente obligados a salir con portadas como las que leemos habitualmente, rodando el mundo como está rodando actualmente. Pero tampoco quiero dejar de recordar al León Felipe que decía verse obligado “a cantar cosas de poca importancia”, ni al Antonio Machado que era “en el buen sentido de la palabra, bueno”. Intentemos emularlos. Seguro que merece la pena.