Por JOSÉ LUIS BALBÍN.

 “No he de callar, por más que con el dedo, /  ya tocando la boca, o ya la frente, / silencio avises, o amenaces miedo /. ¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”  (Francisco de Quevedo)    

Vamos quedando pocos que prediquemos a Quevedo. No por eso la verdad es menos cierta. Parece que la controversia entre las diferentes maneras de entender no sólo la buena información en general, sino la de televisión, se reduce cada día más a las televisiones públicas o a las privadas. Trampa saducea, que diría Torcuato Fernández Miranda. Ninguna de las dos modalidades es excluyente de la otra. Hasta hoy, ninguna vende lo que dice vender. Los “privatistas” dicen de los otros que sólo se dedican a hacer propaganda de los respectivos gobiernos que mandan donde han ganado las correspondientes elecciones. Desgraciadamente, hasta ahora siempre ha sido y es verdad. A cambio, aseguran que son más de fiar porque para eso se juegan su dinero. Falso. Las televisiones públicas son las que convienen a todos los ciudadanos. Deben,  sin embargo, ser públicas de verdad, para lo que necesitarían ser regidas al margen de cada partido político cuando gobierna. Necesitan más bien profesionales de la comunicación prestigiosos y creíbles, además de reducidas en sus presupuestos y (cascabel  que ningún gobierno se ha atrevido a poner al gato) financiadas desde los presupuestos del Estado, como ocurre en los países en los que tienen credibilidad. Si son transparentes informativa y económicamente, deberían ser  de verdadero interés general. Es la manera de que los electores  sean bien informados y puedan votar con adecuado conocimiento de causa. Como saben también, por ejemplo, cuánto y por qué pagan por las carreteras. Por eso las radios y televisiones públicas de unos pocos países, sin necesidad de organizaciones faraónicas, tienen el prestigio que tienen. No son incompatibles, por lo tanto, con los medios de comunicación privados, que los ciudadanos pueden elegir y en los que los empresarios privados dicen jugarse su dinero. Lo malo es que tampoco es así. Salvo unas cuantas excepciones,  la mayor parte de las empresas privadas de comunicación no cumplen las reglas por las que han recibido las concesiones correspondientes, amén de las ayudas que reciben directa o indirectamente, publicidad incluida. Es, pues, un debate falso, una trampa capciosa. Para romper  tal nudo gordiano, tendrían que creer  los empresarios públicos y privados en la libertad real de información, lo que, también salvo contadísimas excepciones, no es el caso. Dicen que en España esa posibilidad resulta imposible. Claro. Aceptadas las actuales prácticas del juego, el desprestigio de unas y de otras no tiene remedio.