Tras la publicación del libro que recoge los microrrelatos ganadores y 100 finalistas del I CERTAMEN PERIODÍSTICO DE MICRORRELATOS «JOSÉ LUIS BALBÍN», iremos publicando semanalmente en esta sección los textos de dichos finalistas para que puedan consultarlos libremente.

Les recordamos que pueden comprar el libro en diversas tiendas online: Editorial Confluencias, Librería Cervantes, La Casa del Libro, El Corte Inglés, etc.

¡Pasen, lean y disfruten!


SELECCIÓN DE FINALISTAS  
     

PILAR

Por voluntad de su padre, no por la suya, Pilar fue unida en matrimonio con aquel hombre, casi un desconocido. Otros decidían por ella, a sus dieciséis años, él más de treinta, un sacerdote los declaraba marido y mujer.

Se convirtió en su esposa con todo lo que ello pudiera comportar, convivieron, trajo al mundo a sus hijos, cuidó de su casa, de sus mayores cuando llegó el momento, le ayudó en su trabajo, en el laboreo de sus tierras, la siega, la vendimia, la recogida de la aceituna en los fríos días invernales… Sin recibir nada a cambio, ni tan sólo una palabra de gratitud, ni tan siquiera afecto. Era una mujer, su sierva en realidad, ese y no otro se consideraba su deber.

Hoy todo es distinto, su casa está vacía, los hijos marcharon lejos, eligieron otra vida. Y viendo a sus nietas, jóvenes, desenvueltas, preparadas, Pilar se pregunta qué hicieron con ella. Otros tiempos, eso dicen. No le vale. Imagen para muchos de la serenidad, viuda ya, a solas en su dormitorio llora todavía de rabia y coraje.

Neus Pallarés Casals

 

ANNA POLITKOVSKAYA,
CORRESPONSAL DE CHECHENIA

En Chechenia, las calles están llenas de cadáveres, de represión, de estupidez. Los grupos de operaciones especiales, armados con porras y fusiles, se llevan detenida a cualquier persona. Mientras, las madres buscan los cuerpos de sus hijos para poderlos enterrar.

Oponiéndose a este manto de silencio, una periodista de pelo blanco se arriesga y junta verdades con sangre. Convive con los perseguidos, visita los hospitales, conversa con los torturados, se acuesta en camas con frío y sale al alba para pasar desapercibida. Cuando regresa a Moscú le pesa el horror de tanto visto y tanto oído. Pero convierte su rabia en historias y escribe sin parar esas cosas que no todos quieren leer.

Una tarde de llovizna, baja de su departamento para hacer las compras. No está apurada porque aún tiene una semana para entregar un nuevo artículo a la «Novaya Gazeta». De regreso toma el ascensor, y allí, un desconocido encapuchado le mete cinco balas en el cuerpo. Cinco tiros certeros a quemarropa, con una Makarov 9 mm con silenciador, usual posdata de un crimen por encargo. Las bestias de sus asesinos saben bien que a las mujeres como Anna Politklovaskya, de poco les sirven las amenazas.

María Eugenia Bertone

 

PERIODISMO V/S SENSACIONALISMO

El periodismo debería dar información objetiva e imparcial. El periodista hacer de la honestidad un deber, y del respeto una obligación.

Cuando hablar de la actualidad es el mero acto de presentar la querella pueril, la miseria humana, no es periodismo, es sensacionalismo.

No importa el tenor de la información. Importa el impacto de la noticia.

Entonces cuando la pandemia fue el común denominador de la información, la notoriedad se alcanzó a través de esos dimes y diretes.

Rara vez la noticia es la buena acción, aquellos valores altruistas, la veracidad y objetividad de la información.

Hoy muchos mueren solitariamente y alejados de sus afectos.

Sin embargo, la noticia del día pasa por los arrebatos impulsivos de hombres y mujeres, que no alcanzaron a despedir a su ídolo. Un ídolo con pies de barro ¿Doloroso? ¡Bochornoso!

Tira por la borda lo aprendido, lo logrado.

Aún en este momento de incertidumbre, aún en este mundo caótico, quiero creer que las nuevas generaciones elegirán la verdad, que podrán diferenciarse y pensar.

Podremos pensar distinto, lo importante es escuchar y ser escuchados con respeto. Y la información tendría que ser un vehículo para la toma de decisiones.

Ojalá así sea.

Fanny Isabel Páez

 

LA SAGA DEL CORRESPONSAL

Retorcido en el suelo, redacto desde Kosovo la que, posiblemente, sea mi última crónica.

Llevo once meses aquí metido en este anacronismo que se alimenta de ira y rencor y que se repite y reinventa con el paso de los siglos para volver a aparecer en otras expresiones y con diferentes motivos. Resulta paradójico que mi bisabuelo, pluma en mano, falleciese en 1918 durante la batalla de Reims como consecuencia de un disparo alemán mientras cubría información; que mi abuelo perdiese una pierna al es- tallarle una granada en la ciudad de Hanói, en pleno conflicto del Vietnam; y que, después de tantas calamidades vocacionales dentro de esta rutinaria obsesión familiar por enfatizar artículos como corresponsales de guerra, yo yazga aquí con un torniquete en la pantorrilla mientras un inconforme francotirador apostado en una torreta, no cesa en su macabra intención de acabar con mi vida.

No sé cómo terminaré pero, aquí, entre silbidos de munición del cuarenta y cinco que indican que los proyectiles pasan a menos de dos metros de mi oído, doy al «Enter» de mi tablet para finalizar el trabajo y asegurarme de que, por lo menos, pase lo que pase, conté lo que sucedió.

José Ramón Alonso Belaustegui

 

CARTA DE ELLA

Queridísimos vosotros:

Perdonad que haya tardado tanto en escribíos, pero es que sencillamente ya no tengo fuerzas. No creáis que mi transcurrir ha sido fácil, a veces ha sido muy agotador y creedme que la vida pasa para todos, incluso para mí, aunque creáis que no es así.

Cuando nací supe que iba a ser útil para vosotros y vosotras, trabajé arduo durante muchos, muchísimos años para complaceros y creo que en parte os he dado esa felicidad que siempre añorabais. Pero ya no puedo sentir más dolor, durante años habéis traspasado cualquier límite permitido conmigo, sin tener la conciencia de lo que hacíais. Es la primera vez que estoy tanto tiempo mal y cada vez me cuesta más salir. Es la primera vez que necesito que se me escuche. Es la primera vez que durante tanto tiempo necesito sujetarme y no puedo más.

Por eso queridísimos vosotros, mis últimas palabras son de súplica por vuestro amor, queredme y cuidadme.

Os quiere,

La Tierra

P.S.: Hagamos un trato: Dadme cariño y yo os prometo que podré seguir dándoos la vida.

Os vuelve a querer,

Vuestra Tierra

Adrián Inchausti Ibáñez

 

LA TUYA

Kasim, camino de la escuela. Su perfil se recorta ante el gris mortecino del alba, columnas humeantes lo rodean, aquí y allá. Y más allá. El vertedero nunca cesa, cada día lo alimentan dos docenas de contenedores con basura electrónica procedente de un sitio llamado Europa. Kasim tose su tos crónica de niño pobre.

Lucía sale del despacho. El móvil se queda tieso, en pleno atasco. Lucía ladra sus quejidos de niña rica. En la tienda le presupuestan el cambio de batería, aunque total, por una pizquita más, tiene ese terminal nuevo de oferta, nada que no paguen unas pocas jornadas laborales. Es más fino. Más gigas, más megapíxeles. ¿Y la batería? La batería le responden que es más o menos la misma.

Lucía se larga del comercio con su móvil viejo, lo cargará más a menudo y asunto arreglado.

Kasim, camino a casa, observa como, por arte de magia, una columna de humo se extingue.

Pero arde aún la columna de Juan, y la de Adri; la de Niklas, la de Magali, Anne, Jens… ¿Y la tuya? ¿Arde la tuya? Aunque la tuya no enferma niños, ¿verdad que no? No, no, claro, la tuya no.

Franz Kelle

 

LÁGRIMAS DE TINTA

Lucía se levanta, se asea y se viste, prepara el desayuno, se lo toma lentamente y se pone los zapatos de los domingos. Después se mira en el espejo y regresa a la cama. La soledad de su hogar le acompaña desde hace casi un año. A su edad pocas cosas consiguen liberarla del hastío. Tumbada mirando al techo por enésima vez, decide aparcar sus pensamientos encendiendo el televisor, donde descubre una iniciativa para enviar una misiva a ancianos que se encuentran solos en las residencias. Incorporada sobre el borde de su lecho, se lanza a trompicones al escritorio, donde con tinta y papel intenta plasmar todo lo que tiene en su mente. Un gato juega con un ovillo enredado, que desprende hilos indiscriminadamente a los que hace caso omiso, centrándose en la madeja. Lucía no es capaz de expresar lo que siente. Y el ovillo atrapó de nuevo a Lucía. Ella misma ha decidido pasar las Navidades sin nadie a su lado, para evitar que la pandemia ataque su hogar. Llamada al teléfono: su hijo al otro lado preocupado. Ella sonríe emocionada. Al fin y al cabo, aún tiene motivos. Sus lágrimas son tinta, su esperanza la carta.

Miguel Ángel Romero Fernández

 

CUÁNTICA

Nadie oyó ni vio la caída del árbol, luego no ocurrió, fue sólo una sensación inconcreta desdibujada en el tiempo. Un gato en una caja puede romper una ampolla de gas venenoso y estará vivo y muerto hasta que abramos la caja. Traía estas y otras teorías aprendidas en sus tiempos de física, para olvidar a los niños famélicos a los que había vacunado en medio de una bestial y crónica guerra civil africana. Quería abstraerse, pero no dejaba de pensar en la premisa cuántica que parece imperaba en el mundo «civilizado»: No tenemos conciencia del fenómeno luego, no existe.

Pablo Ávila Navarro

 

PROPIEDAD PRIVADA EN TIEMPO DE CORONAVIRUS

La almendra central de Madrid tiene un aspecto de-solador: comercios que se venden o se traspasan. Van echando la persiana algunos establecimientos tradicionales, desde bodegas de toda la vida hasta mercerías decimonónicas en la plaza Pontejos. Un grafitero incógnito va pintando en la faz de estos locales, ya cerrados, una rata sobre una calavera, remembranza de las pestes medievales y evidencia mórbida de la distópica situación que sufrimos. Una de las secuelas del cierre de tantas tiendas, o de las escasas ventas entre las pocas abiertas, es que apenas se tiran a las basuras grandes cajas de recio cartón, con lo que los cartonajes, bien escaso, han aumentado mucho su valor callejero. Los mendigos andan escasos de materiales para cobijarse en sus habituales rincones urbanos. Tal es la precariedad, que hay un pobre en la calle Mayor que cada día, antes de desayunarse, precinta sus cartones, limpios y ordenados, y los apila y ata a una farola. Para aviso de desaprensivos, este «homeless» ha puesto un cartel en el que se lee: «Estos cartones son míos, como tu casa o tu coche, no los toques, déjalos donde están, vete a robar a otra parte».

Jesús García Marín

 

UN BUEN TRABAJO

Creyó que no descubriría la causa por la que llegó hecho un Cristo, tan joven, tan ingenuo. Le habían reventado la nariz y dos algodones taponaban la hemorragia; le cosieron la izquierda con tres grapas; la tumefacción de los labios casi no le permitía hablar. Le faltaba un diente, le habían vendado la oreja del piercing y caminaba como un viejo. Farfulló con dificultad algo sobre un jaleo en la discoteca. Pero él —¡ángel mío!— ignoraba que yo esperaba verle en ese estado y que su patraña resultaba inútil. Mi deber era mantener el equilibrio entre la estupefacción y el consuelo, aunque lo mejor es la flema y la contención ante el dolor ajeno. Así me enseñaron. El pobrecito confía en mí; se sentía orgulloso de que yo trabajase ayudando a la gente. Ahora estoy en el paro porque no puedo dejar de pensar ni de recordarle acurrucado como un animalillo bajo las porras, entre la niebla lacrimógena y el sonido de las sirenas, viendo la sangre de mi sangre chorreando por su carita imberbe tras mi máscara reglamentaria, en la calle donde nos ordenaron cargar contra los manifestantes que salieron a pedir no sé qué de la educación.

José Luis Melgosa Andrés

 

MI REFUGIO DE LETRAS

Décimo día de alarma. No estoy desesperada como casi todos afuera que dicen no aguantar más.

Yo disfruto en mi buhardilla de cuatro paredes que voy a pintar para alegrarme la vida en el largo encierro anunciado.

Tengo muchos libros. Los he acomodado en una sola pared hasta el techo uno sobre otro.

Enfrente un gran sillón con todo lo necesario donde hago muchas cosas. Con el teléfono visito a los amigos y ¡hasta voy al cine y al teatro!

Pero hasta ahí, porque todos los móviles del mundo no conseguirán sustituir, la lluvia de letras que siento caer desde la pared de enfrente. Mi vida son los libros. Ellos me hacen sentir. Me ponen en movimiento cuando busco aquella frase leída alguna vez en tal libro. Allá voy sobre la mini escalera hasta que la encuentro.

Entonces recuerdo aquel, regalo del chico de los dientes tan blancos que me hacía reír y vuelta al sillón a releerlo… Al abrirlo encontré su rosa…

Así estoy pasando el encierro. Termino agotada, tiro de la manta, los cojines que me rodean y a dormir tranquilamente con la lluvia de letras.

Solo tengo que pintar tres paredes y la puerta de entrada.

Bárbara Pérez Hernández 

 

QUIERO HACER REALIDAD MI SUEÑO

Si es que todo acaba, quiero cumplir mi sueño. Ser capaz de llevarlo adelante sin que la vida me sorprenda con la muerte.

Demasiados han quedado en el camino; distancias, mascarillas y miedo, han paralizado el país. Y las cosas mal hechas.

Acabar bajo el mando de la señora de la Guadaña, rompe mis esquemas. No es el momento, me digo, la juventud aún atraviesa mi corazón aun después de mi medio siglo.

La clase política se pierde ante contradicciones. Afrontar lo que aún queda por venir, es un reto al que deben echarle valor. No lo hacen, escudados en que el mundo está inmerso en el mismo trance.

No me basta; necesito respirar sabiendo que hay un mañana; que un halo de esperanza es posible mantener a pesar de los pesares.

No me rindo, y por si esto acaba, quiero estar preparado para que mi ilusión se torne realidad.

Quiero ser testigo de la boda de mis hijos; quiero ver nacer a mis nietos, y cuando mi cuerpo se agarre al último aliento, quiero marcharme en paz, sabedor de que la pesadilla terminó sin que la humanidad, haya desaparecido.

Milagros León Benito

 

EL EDITOR

Una pareja de personas mayores de raza negra relatan a John Kowalsky el incendio de su granero. Este teclea en su máquina de escribir Underwood.

Hay una ventana con persiana de fuelle. Un moscardón golpea contra el cristal, desaparece entre las planchas de plástico, y vuelve a reaparecer. De la pared cuelga una escarapela con los colores de la bandera americana y un almanaque del año 1948.

En ese momento, la puerta del Chronicle se abre con brusquedad. Son dos policías. Entonces, a la mujer negra se le viene a la memoria el macabro cuadro de encapuchados portando antorchas y crucifijos. Y los ojos azules con centelleo escarlata vistos a través de los orificios.

Uno de los policías grita:

—Detente, Kowalsky. No sigas escribiendo esas inmundicias.

John Kowalsky detiene su trabajo. Pero, en apenas un instante, empuja la palanca de retorno del carro y teclea como suele hacerlo siempre. Durante unos segundos, antes del estruendo que empezará con el crujido de la cuartilla estrujada, solo se oirá el sonido de los caracteres de metal golpeando contra el papel. Y al moscardón que, como si quisiera huir de allí, impacta una y otra vez contra el cristal

José Ignacio Tamayo Pérez

 

SIN PALABRAS

Mara está delante del director del instituto. Lleva ya un rato pensando en cómo contestar a sus preguntas, pero es que las palabras no llegan a salir al exterior; se quedan en algún remoto lugar entre su cabeza y sus cuerdas vocales. El director, impaciente, mira por la ventana. Llueve. Allí siempre llueve. Ahora mismo, preguntarle a Mara lo que pasó en los baños del instituto es lo mismo que pedirle que toque un concierto para fagot, ella que nunca ha pisado un conservatorio. Pedirle que hable en ruso daría el mismo resultado. Ninguno.

Mara se concentra en lo que escuchó en los baños. No lo vio, estaba dentro de una cabina. Nunca ha sido una chivata, pero si las palabras lograran salir, lo contaría todo. Así, sin tapujos. Los insultos inyectados en odio. Los golpes. Las amenazas. Las risas… Cree que son esas risas, que además la visitan todas las noches, la que la tienen paralizada. Sin palabras.

La voz interior de Mara también se quedó sin palabras aquella mañana en los baños del instituto. Por desgracia, no la animó a salir a defender a la víctima. Una voz interior muda. No gritó. No se mojó en la lluvia.

Helena de Hijes de la Fuente

 

LA ÚLTIMA BANDERA

Los años destruyen el pasado, lo trocean y se pierden fragmentos. En ocasiones tan solo conservamos el regusto de una evocación; el sabor, ya amargo, ya dulce, de algo que ocurrió.

Eso me acaece ahora, cargado de tantos años, donde un eco en la memoria me trae el olor de tinta y papel, cuando contaba hechos, verdades. Esa era la intención. Eso sí lo recuerdo bien.

Pero algo ocurrió después, quizá demasiado pronto. Apareció el documento roto, la tinta espuria, la historia sesgada, la no verdad del todo, la casi mentira.

Intento acordarme del motivo, y tan solo sé que he abandonado muchos ideales y banderas. Apenas permanece ya el placer de algún instante cuando resucito al pequeño escritor interpretando la cadencia musical del tecleo sobre una noticia dura y perjudicial, aunque bella para mí por ser cierta. En cambio, padezco el amargor de otras, las falsedades también pergeñadas, las sombras sesgadas consentidas, las banderas rotas.

Aún así me redimo en algún pequeño gran momento, en esos trozos de papel impreso, varios aún conservados en un álbum y en la cabeza, todos con mi nombre, mi firma. La última bandera, blanca y negra, sostenida al viento.

José Manuel Fernández Argüelles

 

LA SANGRE SIEMPRE ES ROJA

La noche cerrada me hizo perder el rumbo, tan solo el instinto y mis sentidos me guiaban, ráfagas de metralla, la pólvora me cegaba. No sabía dónde me encontraba. Comencé a sentir cuerpos bajo mis pies, a oír lamentos. ¿Rojos, azules? Imposible distinguirlos. No encontraba mi libreta… El pánico se apoderó de mí.

Intentando volver sobre mis pasos, rodé por un barran- co. Exhausto, me desplomé sobre el fango. Un aliento entrecortado sobre mi nuca me alertó, no estaba solo. Saqué una colilla de mi petaca que compartimos en silencio, tuve miedo de que no fuera del bando que pagaba mis libretas. Mi misión era escribir no morir sin ni siquiera saber en manos de quien.

El frio era intenso, él tiritaba, por un momento le oí sollozar, pero callé. Nuestros cuerpos se fueron acercando, dándonos calor mutuo nos venció el sueño.

Con las primeras luces del alba desperté junto al soldado, habíamos permanecido pegados toda la noche, refugiándonos uno en el otro, tan solo era un chiquillo el que yacía in- móvil sobre mi hombro, entonces pude ver la terrible herida de su pierna.

Tenía la sangre roja…

María Teresa Martínez Esteban

 

OASIS

El tiempo en el desierto difuminaba espejismos fantasmagóricos que bailaban en la lejanía. Un desvencijado camión los conducía a la orilla del océano. Al otro lado les esperaba la tierra prometida, el maná para las familias que dejaban atrás, sumidas en la miseria.

El calor sofocante de la tarde sudaba las ropas adheridas a la piel, refrigerando los cuerpos agolpados en el remolque desconchado y sucio. Las sentidas canciones que salían del alma, acompasadas de palmas, acortaban fronteras, idiomas, costumbres. Nacía una gran familia unida en la distancia de la querencia hogareña, en medio de la nada, rumbo a lo desconocido. Las miradas hablaban de libertad, audacia, coraje.

La noche estrellada extendía su manto frio en un mar cálido de arena, arropando los cuerpos cansados e insomnes. Pensamientos esperanzadores volaban lejanos.

El fiero océano desplegó sus alas en la inmensidad del horizonte enmudeciendo voces. Las pateras, orilladas en la arena, se llenaron de vidas adosadas a una bolsa impermeable de escasas pertenencias. El mar los azotó con rabia, embravecida y hosca. Los engulló para vomitarlos desperdigados en playas repletas de gente atónitas al doloroso espectáculo. Arropados por toallas, acariciados por miradas cómplices, las sonrisas afloraban sin miedos en sus caras.

Adela Orellana Durán

 

EL PERIÓDICO DE AYER

Al caer la noche, salimos del escondite. Habíamos logrado introducirnos furtivamente durante la tarde. Seguro que ahora, en este mismo instante, papá y mamá andarían en nuestra busca tras descubrir que nos habíamos saltado la clase particular de inglés.

El edificio no parecía tan grande desde fuera, aunque por dentro se mostraba inmenso a nuestros ojos. De pronto, sentimos unos pasos apresurados. Mi hermana se giró nerviosa. «Sígueme», improvisé mientras nos colábamos en una de las habitaciones al azar.

Allí dentro habitaba un silencio casi sólido, tanto, que nuestro resuello dolía en los oídos. Un olor familiar, como a tabaco de pipa, inundaba aquella estancia en penumbra. Súbitamente, alguien accionó el interruptor de la luz a nuestras espaldas, haciéndonos respingar. Nos giramos a la vez, asustadas y con los ojos entornados por la claridad. Sin embargo, en cuanto lo vimos sonriéndonos desde la cama, las dos corrimos a abrazarlo.

Sobre la mesilla de noche de aquel pequeño cuarto de la residencia, junto al periódico de ayer, descansaban unos lentes, una vieja pipa y una mascarilla quirúrgica. El diario permanecía doblado por la página del último artículo del abuelo. No estoy segura del todo, pero juraría que hablaba de nosotras.

Marco Pichucho

 

¿A DÓNDE VAN LOS QUE NO TIENEN DÓNDE?

Juan lleva veintiún años en situación de calle. Hasta la llegada del covid pedía frente a un gran teatro en la Gran Vía madrileña.

Diseña páginas web y lo hace por la voluntad. De unos meses a esta parte no tiene clientes. Sobrevive gracias a una asociación benéfica, desbordada de peticiones y escasa de recursos.

Tiene una deformación en las piernas y vive en un tercero sin ascensor. Antes del covid y con la ayuda de unos amigos podía subir y bajar con la silla. Ya no puede, entre otros, por el desgaste de su forzada inmovilidad y unas inoportunas reformas en las escaleras.

Reclama ayuda desde LinkedIn. Cada día se ve abocado a elegir entre comer o no, pagar el alquiler mensual de la habitación o los quince euros del alojamiento de sus páginas web.

Teme que le echen y no sabe si podrá moverse con la caja de cartón donde prevé pasar las noches.

Supe de él por una persona que vivió una situación parecida, la superó y ahora se dedica a sacar a otros de la calle.

Se llama Andrew; es americano. Un tipo entrañable que se pregunta cada día ¿A dónde van los que no tienen dónde?

Francisco Limonche Valverde