Julia C. Mesonero

Periodista

Cuando Juan Luís Álvarez del Busto me pidió que escribiera algo sobre Cudillero para el  número 2 de El Baluarte,  reflexioné sobre que podía aportar yo acerca de Cudillero que no  se hubiera dicho  y escrito ya.

Numerosos  escritores, artistas y  periodistas  han glosado con brillantez a  la fascinante villa pixueta.  Su historia que se remonta a la Edad Media, el origen de su nombre y la procedencia de sus pobladores, su privilegiada  situación geográfica,  la original disposición  de sus casas esculpidas en las laderas de las dos montañas,  el anfiteatro que resulta de ésta curiosa  disposición, de sus empinadas  calles y pasadizos mágicos, del carácter acogedor y entrañable de sus gentes, de  su gastronomía…  Verdaderamente, es difícil   decir algo nuevo sobre éste pueblo de ensueño  colgado frente al  mar, que vive de la mar.

Además, en  mi caso, ser objetiva con Cudillero me resulta especialmente difícil ya que me unen a  él gratos recuerdos del pasado y entrañables vivencias del presente que ya ineludiblemente estarán  por siempre vinculados  a mi vida.

Como buen Sagitario tengo alma viajera. Viajar  para mí, más que un hobby   es una necesidad vital. Conocer in situ  el mundo en el que vivo, las diferentes razas, culturas, religiones y  formas  de vida que cada una de estas particularidades conforman es algo que me enriquece   intelectual y   humanamente. Soy una convencida de  que viajar  abre la mente,  te hace ser más tolerante   y mejor persona.

En todos los países que he visitado he encontrado rincones, paisajes y monumentos espectaculares que me han dejado un buen recuerdo y el deseo de regresar  algún día. Y digo deseo que no necesidad.

Necesidad, lo que se dice  necesidad de regresar  a un  lugar cuando estoy unos días  alejada,  sólo lo he sentido  a lo largo de mi trayectoria vital  con Madrid.  Soy madrileña, hija, nieta y bisnieta de madrileños, (lo que se dice “gata, gata”)  y siento a Madrid  con la misma intensidad con la que los asturianos sienten y presumen de su  Asturias querida  allá donde van.  Bien puede decirse por tanto que, en la exclusividad de ése sentimiento, he  sido absolutamente fiel a Madrid…. Hasta que se cruzó en mi camino Cudillero.

A mediados de la década de los  80  decidí  durante las vacaciones realizar una incursión por Asturias. En el periplo estaba incluído Cudillero. Siendo un pequeño pueblo de pescadores, pensé que dos días sería tiempo más que suficiente  para conocerlo. Sin embargo  me sentí tan fascinada  por  el hallazgo,  que  no dudé en  retocar mi hoja de ruta  para poder disfrutar algunos días más del encanto de la Villa y sus gentes. Al cabo de una semana me despedí,  como en otras ocasiones de  otros lugares, con el deseo de volver en cuanto pudiera.  Pero ya se sabe que  uno propone y la vida, que a veces enreda lo suyo,  dispone.  Tendrían que pasar dieciocho años años hasta que  el destino  me llevara   de nuevo a Cudillero.

En los primeros momentos del reencuentro  me quedé perpleja porque lo que estaba viendo no coincidía con  lo que yo recordaba. Lo encontré bastante cambiado.  Conjugar pasado y presente es  a veces complicado sobre todo si se trata de establecer comparaciones; soy una romántica empedernida y tiendo a sublimar los recuerdos cuando éstos  son  gratificantes, de manera que tengo que ser sincera y confesar  que  me pareció que había cambiado para peor. La transformación  que observé en su fisonomía le restaba  parte  del encanto de pueblo marinero que me enamoró años atrás.

Era pleno verano y la otrora sosegada plaza de La Marina era un hervidero de gente variopinta  afanándose en conseguir una mesa con sombrilla en alguno de los muchos restaurantes abiertos bajo sus soportales. La estrecha y sinuosa  calle de Suárez Inclán se había convertido en  una red  comercial repleta  de tiendas de souvenirs, casas de comidas y pequeños hoteles  por donde transitaban peatones y coches  circulando en doble dirección, haciéndose sitio los unos a los otros en un entente cordiale  verdaderamente admirable, mientras que la  Policía Local hacía denodados esfuerzos  por poner orden  ante semejante caos y por dirigir a los vehículos  hacia el aparcamiento del Puerto nuevo.

¡¡El turismo masivo había llegado al apacible  Cudillero!

Otros aspectos  de  su infraestructura original también habían sufrido    alteraciones   parece ser que para  acondicionarlo a los tiempos modernos, pero ésa es otra historia…..

Recordé la máxima de Heráclito  “nadie se baña dos veces en el mismo río”. Cierto, ni siquiera los más pobres. Todo está en continuo movimiento. No sirve de nada llorar sobre la leche derramada, de manera que  pronto me   acostumbré al Cudillero moderno. Las cada vez más frecuentes visitas, ya fuera del guirigay  estival,  me hicieron ir  descubriendo poco a poco aspectos de la Villa que en mi primer viaje no había tenido tiempo de valorar, de manera que finalmente llegué a la feliz  conclusión de que a pesar de  todo,  su magia y  esencia  marinera seguían ahí,  aguantando estoicamente los vaivenes políticos y el paso de los tiempos modernos.  Y así  sucedió que  de manera lenta, caleya a caleya,  sin apenas darme cuenta, Cudillero  fué  metiéndose en mí y atrapándome en sus redes.

¡Qué difícil resulta a veces expresar  con palabras determinadas  sensaciones y sentimientos!. Esto es lo que me ocurre con Cudillero, aunque si pueda decir  que….

Me gustan sus amaneceres cuando la fresca y limpia brisa se filtra por mi ventana y me gusta el graznar de las gaviotas que me despiertan como invitándome a compartir la actividad mañanera de los pixuetos.

Me gusta recién levantada, acercarme hasta La Atalaya caminando desde el Tolombreo, y una vez allí hacer un alto en el camino  para tomar el primer café del día; continuar después con  la ruta  hasta adentrarme en La Reguera mientras disfruto de las conversaciones de los lugareños que no han perdido la entrañable costumbre de hablarse de ventana a ventana; seguir bajando la empinada  calle hasta llegar a La Ribera, dirigirme al kiosco a  comprar la prensa  y sentarme por fin, agradablemente cansada, a disfrutar de un merecido desayuno mientras contemplo cómo Cudillero despierta.

Me gusta,  al caer la tarde, acercarme  al muelle y  esperar  a los barcos que regresan con las capturas  del día; hablar con los  viejos pescadores sobre el pasado, presente e incierto futuro de la mar que, a pesar de tanto maltrato, nos sigue dando de comer; de la necesidad de darle un respiro para que se regenere, de volver a la pesca artesanal, de dejar de utilizarla como un vertedero sin fondo. ¡Cuánto se aprende de los mayores!.

Me gusta ser testigo  de  sus  espléndidas  puestas de sol, observar  como  la mar lo va engullendo  lentamente,  con exquisita delicadeza.  Y me gusta sentir como  en ese mágico  momento, ante tanta belleza,  mis pensamientos se detienen  para  que las ideas no interrumpan el disfrute  de  esa magnífica  fiesta de la naturaleza.

Me gusta contemplar desde un lugar privilegiado del Tolombreo Alto, cómo cae la noche sobre Cudillero y cómo, según van  encendiéndose los farolillos que iluminan cada casa,  éste fascinante pueblo, en pocos minutos, se convierte en una preciosa  postal de Navidad… Me gusta Cudillero también cuando duerme.

Me gustan los insuperables pescados y mariscos  que se pueden saborear en cualquiera de sus muchos restaurantes; disfruto con la  entrañable  hospitalidad de Ana, Joaquín y Carmen, que además de  dar de comer espléndidamente en todos los sentidos,  me hacen sentir como en casa.

Me gusta  escuchar en amenas y larguísimas  sobremesas,  las  historias sobre Cudillero, contadas por quién más sabe de Cudillero, mi  amigo  Juan Luís Álvarez del Busto que desde que tomara el relevo de su ilustre abuela Elvira Bravo, lucha  cual moderno Quijote porque el progreso dañe lo menos posible su esencia pixueta.

Me gustan …. ¡tantas cosas!

Han transcurrido unos cuantos años desde el reencuentro. No recuerdo cuándo el trayecto Madrid-Cudillero se convirtió en una necesidad para mí. Sólo sé que cuando paso más de un mes sin pisar mi querida Villa Pixueta, siento que ésta me llama,  y yo acudo, escapando del ajetreo de Madrid para, como diría un amigo mío argentino  “descansar la cabeza y enriquecer el corazón”.

El dramaturgo del Siglo de Oro Luís Quiñones de Benavente,  en su obra “El Baile del Invierno y el Verano” escribe  en uno de sus versos la célebre frase “Desde la cuna a Madrid y desde Madrid al Cielo” después, el acervo popular castizo a quien  le debió de parecer que ésta  se quedaba corta en el halago, añadió: “Y desde el Cielo, un agujerito para verlo”.

Yo, como madrileña de pro celebro y suscribo  la frase del autor,   aunque  me permito modificar la parte popular para  adaptarla a mis sentimientos.

 Pues sí,  que de Madrid al Cielo y desde el Cielo, un agujerito para ver Cudillero.

 Amén.