Por  JOSÉ LUIS BALBÍN. 

 

A la larga, esa credibilidad que acaba poniéndose de relieve, es la que hace a los grandes periodistas.”

 

Hay batallas que uno está destinado a perder y discusiones en las que actúa siempre en minoría; en el mejor de los casos, porque son bizantinas, como aquéllas de resultados tan catastróficos sobre el sexo de los ángeles, mientras el enemigo se acercaba a casa. Por ejemplo, la perdida batalla de la objetividad informativa.

Cuando empezábamos en esta profesión, nos decían que teníamos que ser objetivos a la hora de informar, después se pasó a lo de que la objetividad resulta imposible; por último, los cínicos pusieron del revés la teoría, predicando no solo que no se puede ser objetivo, sino que ni falta que hace.

Efectivamente; si se reduce a lo absurdo, casi nada de lo que se predica es absolutamente cierto. En la medida en que somos humanos y en que toda información pasa por el tamiz de nuestra capacidad de comprensión y por nuestras vísceras, la objetividad no existe; ni siquiera la cibernética, la de las máquinas creadas por el hombre y, por lo tanto, con limitaciones de origen.

Si cabe, sin embargo, una aproximación a la objetividad, un distanciamiento sentimental de la información, una vocación…. que no abunda. Uno puede sentirse gratamente emocionado o, por el contrario, muy beligerante ante determinados hechos –mejor, ante la interpretación de los hechos-, sin por eso necesitar negarlos, ocultarlos, deformarlos. Incluso para poder combatir o defender así con más capacidad de persuasión otras interpretaciones, puesto que el razonamiento debe tener credibilidad para ser eficaz y duradero. A la larga, esa credibilidad, que acaba poniéndose de relieve, es la que hace a los grandes periodistas. A los otros se les ve pronto la oreja y sólo son creídos por quienes profesan los mismos prejuicios; o sea, los mismos juicios previos.

La misma batalla perdida que para la objetividad tengo para lo de la independencia de los periodistas. Los mismos que niegan la posibilidad de objetividad niegan la de independencia, y tienen parecida razón. La independencia tampoco existe. ¡Ya! Pero no es igual la dependencia de un esclavo en Sudán, que la de un ciudadano sueco. Tampoco es ni siquiera parecida la de un periodista también en Estocolmo, que la de un colega –por llamarlo de alguna forma- en Pekín.

Claro que los periodistas españoles son más independientes que en algunos otros momentos históricos. Sobre todo, en relación con la política directamente. Pero no de manera indirecta. El poder político –que tampoco es todo el poder- ha encontrado formas más sutiles para actuar. Casi todos los periodistas se ven atados a alguna empresa con intereses no sólo políticos, sino variadísimos. No estaría mal del todo, si el abanico de vinculaciones e intereses fuese muy amplio; mas no es así. Se cierra más cada día.

Con todo, lo peor es que ciertos periodistas –siempre por llamarlos de alguna forma- están encantados de haberse conocido y de girar atados a las ruedas de esos carros. Peor todavía cuando lo reconocen abiertamente, puesto que ese reconocimiento sirve de pista a los traficantes de esclavos. Y, ya se sabe, característica decisiva del chantaje es que nunca se sale de él, mientras no quiera el chantajista.