Por JUAN BEDOYA.

La carrera profesional de José Luis Balbín no se reduce al icónico espacio de tertulias, pero lo marcó de por vida.

En el otoño de 1975, con el dictador Franco en un lento camino hacia la muerte, los medios de comunicación bullían en aguas turbulentas. Lo viejo no acababa de morir; lo nuevo no acababa de nacer. El panorama —los triunfos y los peligros— los describió Forges en dos viñetas memorables, publicadas en Informaciones, “el diario de la tarde” que financiaban varios banqueros, con más pena que gloria, a la cabeza Emilio Botín, el abuelo de los Botín actuales. “Hoy es la corrida de los periodistas”, le decía un Blasillo forgiano a su compañero de fatigas, paseantes por una ciudad sin edificios. “¿Por dónde los corren?”. “Por doquier”. Se hacían eco de un periodismo de combate, muy minoritario, que sufría censuras, arrestos, cierre de medios y, muchas veces, palizas. ¡Políticos del viejo régimen que abandonan un barco que parecía hundirse, cientos de curas en una cárcel de Zamora, pintadas contra el líder de los obispos, el cardenal Tarancón —”Tarancón al paredón”—, ETA matando a diario y ruido de sables en los cuarteles! Nada bueno parecía posible. Pero había periodistas y medios que a veces se atrevían a contarlo, contra toda censura. La dictadura trataba de contrarrestarlos con maledicencias. La viñeta de Forges lo retrató con un jovencísimo periodista —por entonces todos éramos jóvenes— subido a un piano, desgreñado, barbudo, flacucho. Su padre le dice: “O depones tu actitud o corro por el barrio la especie de que eres periodista”.

Primavera de 1976. El dictador ha sido enterrado con gran parafernalia, pero nada parece cambiar. De pronto, el rey Juan Carlos, de viaje en Nueva York (26 de abril de 1976), filtra a una reportera de la revista Newsweek la opinión que le merece su primer ministro, el presidente Arias Navarro, franquista de la primera hora (se le conocía como el Carnicerito de Málaga, por la represión que dirigió en esa provincia acabada la guerra): “Es un desastre sin paliativos”, reconocía Juan Carlos I. Tres meses después, elige como presidente a Adolfo Suátrez, que lo ha sido todo en el Movimiento Nacional franquista, sobre todo director general de RTVE entre 1969 a 1973. Llega citando a Antonio Machado, un poeta muerto en el exilio: “Está el hoy abierto / al mañana. Mañana, al infinito. / Hombres de España, ni el pasado ha muerto, / ni está el mañana en el ayer escrito”.

Empieza el tiempo de José Luis Balbín, un periodista legendario desde todos los puntos de vista, fallecido el miércoles a los 81 años. Asturiano de Pravia —”el pueblo del general Riego”, le gustaba presumir—, ha estudiado Derecho y Periodismo en Madrid sin apuros económicos, hace amistad con compañeros que iban a hacer carreras sobresalientes —Rodolfo Martín Villa, Fernando Suárez, José María Otero, entre otros— y entra con apenas 22 años a escribir editoriales en la afamada Página Tres de Pueblo, otro diario de la tarde en Madrid, el periódico de los sindicatos verticales. Pronto es su corresponsal en Alemania y, más tarde, en París. Como ha salido de España sin hacer el servicio militar, es reclamado de mala manera como un prófugo sospechoso. Cuando regresa, a la fuerza, sufre el primer episodio de ostracismo.

La clave, gloria y caída

La carrera profesional de Balbín no es solo La clave, pero el mítico programa, con sus glorias y caídas, lo marcó de por vida. Siempre en polémica, suprimido muchas veces y renacido según los vientos de la política, la primera temporada, en el otoño de 1976, solo duró 12 semanas. Iba a tratar el tema de los caciques. Regresó pronto. El Gobierno Suárez se convenció de que un programa como el de Balbín, con audiencias inimaginables ahora, era la mejor manera de explicar al pueblo las ventajas de una democracia que se abría paso con dificultad.

Cuando Miguel Ángel Toledano hizo a Balbín el encargo de pensar en un programa de debate —”¿Te apuntas?”, lo retó el director de TVE—, en España no había tertulias en los medios. La clave fue una novedad, objeto entonces de bromas y maledicencia. Hoy son plaga. La fórmula ideada por el periodista asturiano era, además, extravagante. La clave empezaba con los invitados formando un corro, conversando de espaldas al espectador, de pie, sin prisas, mientras sonaba una música compuesta para el programa por Carmelo Bernaola. Después, venía una película escogida sin trabas por Carlos Pumares, sobre el tema que iba a desarrollarse más tarde: la corrupción, el juego, el marxismo, el divorcio, los dineros de la Iglesia, la OTAN, el Opus Dei, la homosexualidad, la droga, el aborto, los libros, la Constitución, la brujería, los emigrantes…

El escenario incitaba al reposo y el debate se desarrollaba sin prisa, hasta altas horas de la madrugada del sábado. Balbín fumaba en pipa y hablaba poco. Los invitados, que volvían de cenar mientras los espectadores disfrutaban de la película, no alzaban la voz, no se interrumpían, no se zaherían. En todos los programas solía haber invitados extranjeros de primerísimo nivel, como Olof Palme, Noam Chomsky, Bernard-Henri Lévy, Truman Capote o Gore Vidal. La traducción simultánea no solo no molestaba al espectador, sino que resultaba atractiva. La lista de los participantes españoles de la política, la ciencia y la cultura era también sobresaliente: Tierno Galván, Ramón Tamames, Alfonso Guerra, Julio Anguita, Santiago Carrillo, Federica Montseny, Severo Ochoa, Lidia Falcón, Gustavo Bueno, Santiago Amón o Ángel González.

La corrupción, punto final

Pese a esa pluralidad, La clave fue el gran dolor de cabeza de los sucesivos directores generales de RTVE que lo soportaron entre 1976 a 1985, en el mejor sentido de la palabra soportar y sostener. Otros lo detestaban, pero no se atrevieron a suprimirlo del todo. Lo hizo definitivamente José María Calviño cuando gobernaba el PSOE, aquellos años con una mayoría aplastante en gran parte de las instituciones políticas, sobre todo en el Congreso y el Senado. Creyeron poder soportar el escándalo de eliminarlo. El programa vetado iba a debatir sobre la corrupción, con Alonso Puerta en el centro de la disputa. Había sido concejal socialista en Madrid, tenía denuncias que hacer y fue más tarde uno de los fundadores de Izquierda Unida. Se emitieron 408 programas y solo unos pocos no lograron llegar a los hogares.

Tertulianos previsibles o gritones

“En las tertulias actuales ya sabemos lo que van a decir todos”, solía quejarse Balbín. “Gritan, se interrumpen, se insultan, tratan de temas sobre los que no son expertos”. Presumía, entre todas, de la que moderó sobre el Estado social junto a Santiago Carrillo, Manuel Fraga, Alfonso Guerra, Miquel Roca, Xabier Arzalluz y Agustín Rodríguez Sahagún. Resistente y gran dialéctico, de una enorme cultura, que exhibía con gran simpatía —recitaba versos o contaba chistes con gracia portentosa—, supo sortear los tira y afloja, sin ceder en su independencia. No fue un camino de rosas porque convivió con directores generales muy distintos, en ideología y carácter, como Rafael Ansón, Jesús Sancho Rof, Fernando Arias-Salgado, Carlos Robles Piquer, Eugenio Nasarre, Fernando Castedo y José María Calviño. Con este había convivido sin estridencias, incluso como su director de los Informativos de TVE, desde donde Balbín demostró una especial originalidad cuando nombró a Luis Carandell y a Víctor Márquez Reviriego cronistas de las Cortes (Carandell en el Congreso, Reviriego en el Senado) para que ejercieran a la manera de Wenceslao Fernández Flórez. Duraron muy poco.

El prestigio de Balbín fue inmenso, y nunca declinó. Año tras año fue acumulando todos los premios que se conceden a la profesión periodística. Cuarenta años después, pasear a su lado era un continuo parar. Reconocido por jóvenes y mayores, mujeres y hombres le pedían autógrafos o lo felicitaban por haberles facilitado crecer cada fin de semana como mejores ciudadanos, gracias a un programa que fue termómetro fiel de una sociedad en construcción tras el largo apagón de la dictadura franquista.

 
Agradecimientos a El País, enlace directo al artículo.