Por RAFA BALBUENA (*)

@BalbuRafa

    “La actual legislación del Impuesto de Sucesiones es un ataque flagrante al principio de igualdad y solidaridad interterritorial, y las promesas electorales de equiparación entre autonomías solo pasan por una improbable reforma constitucional que, en la práctica, es inasumible en el convulso escenario político actual”.

La Constitución Española, ese texto hoy tan cuestionado por izquierdas y derechas al que, sin embargo, todos nuestros políticos apelan cual infalible Oráculo de Delfos en cuanto toca ponerse en contra o a favor de algo, establece en su Título Preliminar y en el artículo 138 la existencia del principio de solidaridad interterritorial como garante de la igualdad legislativa para todos los españoles. Un epígrafe fabuloso -en su acepción de “magnífico” y también en su significado de “fabular”- pero que al apelar a un consenso idílico en las coordenadas del mundo real, ese en el que usted y yo vivimos, solo cabe aplicarle el no menos cuentístico “trágala, trágala, trágala perro”. Sobremanera cuando uno se detiene a valorar su efectividad en la actual aplicación del el Impuesto de Sucesiones.

Tal impuesto, por aquello de definirlo con un poco de concisión, es una tributación directa que tienen (tenemos) que pagar al Fisco las personas receptoras de una herencia o de una donación en vida, y cuyo cálculo, siempre progresivo (a mayor herencia, mayor pago) se efectúa en base a variables como la cuantía de los bienes cedidos, las circunstancias personales del receptor o si se trata de activos o pasivos financieros. Un arancel que, además, toca apoquinar antes de que pasen seis meses de la recepción de la herencia, so pena de un multazo considerable puesto que los intereses de demora por impago, igualmente progresivos, se miden también atendiendo a la cuantía recibida como al retraso en su retribución al Estado o, mejor dicho, a la Comunidad Autónoma correspondiente.

Y ahí está la madre del cordero, la patata caliente o la ensalada de abusos, que de todas esas formas se come –se traga- este despropósito. El Impuesto de Sucesiones, convertido desde mitad de la década de los 90 en competencia transferida a cada autonomía, ha acabado con legislaciones diferenciadas para cada una de ellas, con el agravante de no contar con criterios de equiparación, unificación y carga comparativa mínimamente ecuánimes entre los distintos textos articulados. Para decirlo en claro, las leyes dejan a los perceptores de una herencia (españoles todos, iguales muy pocos) con distinta cantidad final en la cuenta del banco, dependiendo de si uno vive en Gijón, Badalona, Majadahonda o La Línea de la Concepción, por poner varios ejemplos, creando el agravio comparativo del “esto es por ser de aquí y no de allí” y convirtiendo el país, al menos en esta materia específica, en lo más parecido a un reino de Taifas fiscales donde en cada casa se hace lo que mande el contable de turno. Previo debate, eso sí, en los parlamentos autonómicos correspondientes, donde nuestros obedientes próceres (que siguen como ovejas a su pastor en base a la disciplina de partido) votan y aprueban la Ley reguladora tras leer, es un decir, los informes y dictámenes de sus expertos en Derecho y Economía. Un despropósito en toda regla, que “desiguala” a los españoles de un modo escandaloso y al que nadie en su sano juicio ha puesto coto ante la injusticia flagrante que supone hacia nuestro ordenamiento jurídico desde su propia base.

Dicho de otra forma, y consultando el gráfico correspondiente: si usted recibe una herencia y vive en Andalucía, Canarias, Extremadura o Cantabria, por ejemplo, va tributar por ella una minucia (en algún caso, una cifra simbólica o directamente inexistente). Pero si lo hace en Aragón, Castilla y León o esta Asturias desde donde uno escribe, no es que le vayan a sacar los cuartos: es que va usted a entregar a la tesorería de su Comunidad Autónoma un pico y la yema del otro de la herencia de papá, de la abuelita, del tío soltero o de la madre que los trajo (dicho sea con respeto). Y todo en base a una Ley (unas leyes, en puridad) cuyo trámite hemos delegado en los partidos que nos gobiernan, y que han aprobado -y aplicado, que es peor- sin sonrojo ni asomo de vergüenza. Casos como el de un piso que unos herederos no pueden asumir por su disparatada carga fiscal, o la tendencia creciente de personas que al verse mayores se empadronan en otra autonomía para esquivar esta legislación son hechos que abundan y, por desgracia, ya casi no suponen noticia relevante de puro habituales.

¿Y cuál es la solución para este atropello a la traída y llevada Constitución Española de la que hablábamos al principio? Estos días la andan proponiendo alegremente nuestros políticos, ahora que este fin de semana toca votar en las elecciones autonómicas. “Equipararemos, equipararemos”, se lee en las proclamas de sus mítines y en las entrevistas en prensa (porque los programas electorales, si los encuentran en las webs de los partidos, se leen con la misma facilidad que si estuvieran escritos en arameo).  La realidad, lamentablemente, solo contempla un procedimiento igualitario efectivo: devolver la competencia del Impuesto al Estado central. Pero ahí se choca con un muro burocrático, fiscal y político de proporciones ciclópeas, ya que eso supondría reformar la Constitución, un proceso lento, farragoso y sumamente conflictivo en la arena política española actual, cucañera y confrontativa como nunca (no hace falta ahondar en el tema: baste decir “procés” como ejemplo de comprensión evidente). A mayores, el único partido que promueve esa medida centralizadora es ese que tiene nombre de diccionario, el coco innombrable que hace que todos los demás se mueran de miedo alertando de que vuelve Franco de la tumba, cuando todos ellos saben que, en la tesitura actual, es cuanto menos improbable que lleguen al gobierno.

En resumen, el estropicio de las herencias tiene mal o imposible arreglo. Y mientras nos venden soluciones en forma de proclama política para que metamos el voto en la urna, morirse en Asturias (o en Castilla y León, o Valencia, o Aragón) sigue siendo una faena tanto para el finado como para sus herederos. Esos que hoy merecen, más que nunca, el apelativo de “deudos”. Solo que en vez de serlo de un pariente, lo son de la cosa pública. Pero aquí, como siempre, nunca pasa nada: “Ye lo que hay”, que decimos en Asturias. Y mientras esto ocurre sin que nadie haga nada, ya solo falta que nos pregunten aquello de ¿lo pagará en efectivo o con tarjeta?


(*) Periodista, redactor de la revista ATLÁNTICA XXII (www.atlanticaxxii.com)