Por  HELENO SAÑA.    

     “La gente corriente ha dejado de ser una fuerza colectiva coherente para convertirse en masa amorfa y manipulable”.

 

Llamo así al sector mayoritario y anónimo de población que trabaja, que no gana mucho dinero, que lleva una vida sencilla y poco espectacular, que no ocupa cargos importantes, que carece de poder, que obedece más que manda y que no tiene otra ambición que la de vivir en paz y ser feliz a su manera. A pesar de que esa gente corriente,  la que sostiene en sus hombros el peso de la sociedad y nos asegura el funcionamiento  de todo lo que necesitamos para vivir y sobrevivir, se habla poco de ella, como si se tratara de un factor subalterno del metabolismo social. En cambio, los medios de comunicación nos invaden día tras día y hora tras hora con toda clase de noticias, reportajes, chismes y habladurías sobre las minorías improductivas y parasitarias cuyo único mérito es el de haber sabido convertirse en personajes de moda y de relumbrón, desde los futbolistas y las estrellas de televisión, los políticos de turno y demás “beautiful people”. Es la moral propia de lo que Guy Débord llamaba “sociedad del espectáculo”, un espectáculo cada vez más deprimente y chabacano, también más escandalosamente injusto.

No se trata sólo de que la gente corriente esté mal pagada y gane infinitamente menos de lo que se embolsan los pavos reales fabricados por los “mass media”, la publicidad y la industria del entretenimiento; lo peor es que se la ignore y el silencio que se guarda sobre ella, sobre sus apuros materiales, sobre la inseguridad creciente de sus empleos o sobre su miedo a engrosar el ejército de reserva de la población activa, como denominaba Marx a los obreros sin trabajo. La nuestra es una época cada vez más impúdica. No de otra manera puedo calificar a un modelo de civilización que niega el pan y a sal a los sectores humildes de la sociedad y reserva el “maná” a sus estratos privilegiados. Y encima tienen el cinismo de afirmar que vivimos en una democracia basada en la igualdad de oportunidades y derechos.

Me entristece que la gente no se rebele contra este vergonzoso estado de cosas y acepte resignadamente su suerte. No fue siempre así. Hubo momentos históricos en los que la gente del montón supo hacer frente a sus amos y pedirles cuentas por su innoble y canallesca conducta. Desgraciadamente, el pueblo llano de hoy no es el de otros tiempos. Se ha vuelto manso y dócil. De ahí, que en vez de dar rienda suelta a su descontento, opte por interiorizarlo y sepultarlo en el fondo de su conciencia. Y cuanto más calla y obedece más puntapiés recibe de sus mandamases de turno. La gente corriente ha dejado de ser una fuerza colectiva coherente para convertirse en masa amorfa y manipulable. Y lo que le queda de organización vertebrada no es más que una pálida y cadavérica sombra de lo que fue antaño. Me refiero, claro está, a los sindicatos, cada vez más débiles, más burocratizados y más integrados en el sistema.

En cuanto a los viejos y nuevos partidos políticos de izquierda, o se han pasado con armas y bagajes a sus antiguos enemigos de clase o llevan una existencia esperpéntica. Lo que en tiempos menos conformistas que el nuestro se llamaba “la voz del pueblo” ha enmudecido, se ha quedado sin discurso propio. Y porque la gente corriente ha renunciado a hablar por sí misma, consume la desinformación y el pan y circo que ofrecen los medios de información al servicio del statu quo y de la “political correctness”.

¿Qué ha ocurrido?  Pues sencillamente que la gente corriente, llamada en otros tiempos proletariado o clase trabajadora, ha asumido el mismo individualismo insolidario pregonado y practicado por sus amos. Por eso cada uno tira por su lado en vez de unirse para defender los derechos e intereses comunes a todos ellos. La vieja táctica del “divide et impera” cosecha también aquí nuevos triunfos, con la sola diferencia de que esa táctica se llama hoy competencia. ¿Pero qué es la competencia sino una nueva forma de dividir y enemistar a unos contra otros? La ideología neoliberal hoy dominante ha logrado hacer creer a la gente corriente que lo mejor que puede hacer es olvidarse de todo lo que huela a cooperación y ayuda mutua y elegir el camino de la lucha de todos contra todos, recomendada ya por cierto por Hobbes, el primer teórico de la moral burguesa. Y a esa inhumana, estúpida y retorcida opción se la llama hoy autorrealización, cuando no es más que la forma contemporánea y capitalista de la alienación.