Por HELENO SAÑA

Escritor y filósofo.

 

Aparte de ser una época socialmente injusta y moralmente embrutecida, la nuestra es una época esencialmente fea. En determinados aspectos vivimos quizá más cómoda y eficazmente que en estadios históricos anteriores, pero con menos belleza. El origen y la razón principal de esta involución o deformación estética es el mundo artificial creado por la técnica y su instrumentalización como vehículo de enriquecimiento y de poder. Y ello empieza ya en el ámbito de las ciudades que habitamos, sometidas cada vez más brutalmente al dictado de una arquitectura y una planificación urbana que no conocen otra ley que la del lucro y la especulación inmobiliaria. La invasión de la técnica ha conducido al surgimiento de una «segunda naturaleza» compuesta de toda clase de estridencias, irregularidades y deformaciones, aunque por razones obvias sus demiurgos y diseñadores pretendan, por medio de la publicidad, demostrarnos que vivimos en el mejor de los mundos posibles. «L’homme naturel» reivindicado por Rousseau ha sucumbido al hombre supuestamente civilizado. Cuánto más consumo de máquinas, aparatos y artilugios mecánicos, más fealdad, más ruído, más accidentes, más destrucción y más deshumanización. La «sociedad de la abundancia» mitificada hace algunas décadas por Galbraith, incluye también la creciente escasez de belleza. La unidad que el pensamiento griego establecía entre lo bueno, lo bello y lo verdadero ha sido eliminada y sustituida por el imperio de lo malo, lo feo y lo falso. Y todo en nombre del progreso, un progreso que en aspectos esenciales no es más que una nueva forma de la barbarie. Hemos conquistado el espacio y acortado las distancias, pero a cambio de alejarnos cada vez más unos de los otros. Viajamos y descubrimos más paisajes que nunca, pero nuestra vida cotidiana es cada vez más vacía, gris y anodina. Nuestra libertad de movimientos es más simbólica que real; al final del viaje nos espera la misma experiencia de ayer y de anteayer. Todo intento de evadirnos de la atmósfera asfixiante que nos rodea está condenado de antemano al fracaso. Aparentemente más libre que en cualquier otra época histórica, el hombre del tercer Milenio se ha convertido en realidad en la versión moderna del Prometeo encadenado.

Feo no es sólo el mundo físico y material construído por la Modernidad, sino también el espíritu que late detrás de él. Es la venganza del orden natural contra sus profanadores, a cuya cabeza se encuentra la tecnocracia triunfante y todopoderosa que nos impone implacablemente su culto idolátrico a lo cuantitativo, abstracto e impersonal y su odio instintivo a lo cualitativo y personal. No fue por azar que Carlyle denominara nuestro tiempo como «mechanical Age». En vez del «alma bella» evocada por Schiller, tenemos  el ‘homme-machine» anticipado por el médico y filósofo La Mettrie, y en vez del hombre universal del Renacimiento, el «animal-rebaño» detectado ya por Nietzsche. De ahí que el ritmo y los movimientos de las personas se parezcan cada vez más a los de los robots. A esta transmutación de todos los valores pertenece la crispación nerviosa, el estrés, los empujones, el desasosiego, el malhumor, los males modales y la agresividad. Eso explica que la gente no sea feliz y viva en mayor o menor grado en estado de insatisfacción interior. ¿Quién comprendería hoy a Mallarmé?: «No existe más que la belleza; todo lo demás es mentira».

Ninguna época ha fabricado tantas cosas la nuestra, pero ninguna ha destruído tantos valores y bienes tanto físicos como espirituales. De ahí que yo no vacile en considerarla como una época nihilista. Y por añadidura ha fabricado en primer lugar cosas perfectamente superfluas y banales, a la vez que dejaba morir de hambre a una gran parte de la humanidad, lo que es también una manifestación de nihilismo. Puesto a elegir entre satisfacer los gustos y caprichos de los esnobs de turno o satisfacer las necesidades de los condenados de la tierra, el sistema ha optado por la primera opción. Y ello sin el menor pudor ni escrúpulo moral. Y todo por codicia material, que es el cáncer vital que se esconde detrás del «glamour» refulgente de la sociedad del bienestar. Comprendo cada vez más a William Morris, a la vez socialista y principal representante del movimiento estético prerrafaelista: «Aparte de producir cosas hermosas, la pasión de mi vida ha sido y es el odio a la civilización moderna».