Por HELENO SAÑA

Escritor y filósofo.

 

Es inveterado hábito de los gobernantes afirmar que sus medidas, leyes y ordenanzas no tienen ni persiguen otro fin que el del bien común. No cabe duda que ello ocurre de vez en cuando, pero lo habitual ha sido que las decisiones tomadas por los detentadores del poder no hayan tenido otro trasfondo motivacional que el de satisfacer sus pasiones, intereses, resentimientos, fobias o ambiciones personales. Entre las numerosas anomalías, flaquezas y deformaciones de la naturaleza humana, el afán de mandar sobre o contra los demás, ocupa un lugar especial, y ello ya porque sus repercusiones cuantitativas suelen ser mayores y más graves que las de otros vicios. ¿Cuántas tiranías y regímenes de oprobio tienen su origen y raíz en la obsesión de acumular poder? Se trata además de un vicio muy difícil de curar, lo que explica que quienes padecen de él hacen todo lo imaginable para seguir gozando de sus cargos y puestos de mando. Y si algún día se marchan no es voluntariamente, sino porque les echan. Es también vicio muy frecuente y extendido, lo que explica la feroz competencia que reina entre los aspirantes a jefes y mandamases.

Desde Platón y Aristóteles a los teóricos de la democracia moderna, los grandes tratadistas de la «res publica» han compartido unánimemente el criterio de que el objeto de toda república o comunidad es el bienestar y la felicidad de sus miembros. Bueno será, pues, el gobernante que se atenga a este fin, malo el que no. La experiencia histórica nos enseña  infortunadamente que los gobernantes que más abundan pertenecen a esta segunda categoría. Ello fue así en el pasado y sigue siéndolo hoy, tanto en nuestro país como en los demás. La casta política procura en primer lugar velar por su propia felicidad y bienestar, mientras que el sufrido ciudadano de a pie tiene que conformarse con lo que sobra, que en general es insuficiente. Que en sus discursos, mítines y demás actos de propaganda los detentadores del poder afirmen lo contrario, forma parte consubstancial de su oficio, uno de cuyos elementos centrales es el de ocultar o tergiversar la verdad, única manera de conseguir el consenso que necesitan para seguir tirando de la rifita. Lo primero que hacen para seducir al electorado es alardear de idealistas y afirmar que sirven a una causa noble,  todo ello desinteresadamente y por puro amor al prójimo, naturalmente. Esta supuesto desprendimiento no les impide vivir de la política y acaparar para sí el mayor número posible de privilegios materiales, desde sus opíparos sueldos a las condiciones escandalosamente ventajosas de sus jubilaciones, sin hablar de los cargos y sinecuras que la economía privada suele ofrecerles cuando «motu propio» o a la fuerza tienen que poner fin a su carrera política. Ello no puede sorprender, ya que al vicio del poder pertenece intrínsecamente el cálculo de sacar provecho material de él. Los desventurados que padecen de este mal quieren no sólo mandar, sino ganar dinero lo más fácil y cómodamente posible. Esta es la dimensión parasitaria de su vicio. No fue siempre así. La instrumentalización de la política como medio de vida es un fenómeno relativamente nuevo. En  tiempos todavía no muy lejanos, los políticos vivían no del erario público, sino de su profesión, tanto los de clase media como los obreros. Si consagraban su tiempo y sus energías a la «res publica» era por vocación, no para pasar a formar parte  de lo que Proudhon llamó en su día «la casta de los improductivos», como ocurre con los políticos profesionales de hoy. Es la diferencia entre una época que tenía ideales y una época cínica que ha perdido el pudor y se guía por la expedita y comodísima moral del «anything goes» y del todo está permitido.

Hace ahora casi quinientos años, nuestro gran clásico Antonio de Guevara escribía en una de sus «Epístolas familiares» al conde de Acuña: «Porque los príncipes y poderosos señores no se pueden llamar grandes por los soberbios estados que tienen, sino por las grandes mercedes que hacen».  Con muy pocas excepciones, los políticos de la nueva hornada obran a la inversa; de ahí que en vez de destinar sus mercedes a los gobernados, como sería su obligación, se las adjudican a sí mismos. Y lo que digo de los políticos vale también para los partidos. Me permito afirmar, sin la menor vacilación, que en el mundo no existe ningún partido mayoritario o representativo que se plantee en serio y con todas las consecuencias servir a la humanidad y, sobre todo, a su parte más necesitada, débil, desprotegida y falta de pan y de trabajo, razón principal de que todo lo importante vaya de mal en peor.